sábado, 10 de julio de 2010

¿Quiénes queman la leña del barco?

Cuando estaba en la escuela me enseñaron que el agua era un recurso inagotable, ni más ni menos. Lo más espeluznante de eso es que no han pasado tantísimos años desde entonces. O sí, tal vez, pero nunca los suficientes para que un recurso natural pase de considerarse eterno a peligrosamente agotable.

A pesar de las palabras de mi profesora de primaria nunca pude desperdiciar el agua. De hecho casi nunca pude desperdiciar nada: mi mamá nos enseñó a guardar incluso lo que parecía inútil y así crecimos todos, con la esperanza de darle uso a las tapas de los lapiceros, de botellas, a los envoltorios de las galletas y hasta las etiquetas de los refrescos. Así mi casa fue (y es todavía) refugio de materiales de sospechosa procedencia, pero que a la larga eran un milagro para resolver tareas escolares y enredos domésticos.

Es por eso que siempre tuve una inclinación hacia el reciclaje, aunque no me lo tomé tan en serio hasta hace algunos años cuando tomé conciencia de la destrucción que me rodeaba. Comencé a ver más ríos cargando basura, personas enfermas por tomar agua contaminada, envases plásticos imperecederos, latas, bolsas... Todo esto me llevó a poner en práctica las famosas palabras reducir, reutilizar y reciclar y a tomarlas como modo de vida. Y entonces fui un poco feliz, me sentí un ser humano menos dañino por algún tiempo.

Estaba satisfecha, pero también tensa: me la pasaba cerrando tubos, poniendo rótulos en todas partes, reutilizaba todo al máximo y reciclaba hasta lo más mínimo, reusaba las aguas grises, aprovechaba al máximo la luz solar... En fin, la meta de convertirse en una persona con poco impacto ambiental era extenuante, pero ligeramente satisfactoria.

Fue entonces cuando llegó a mí otra escena del aspecto ecológico: la de las transnacionales y las compañías. Eso fue un poco despertar, un poco morir y mucho incomodar porque, veamos entonces cómo es la cosa: mientras yo reciclo todo el plástico de la casa, como la más histérica, miles de restaurantes sirven todo en platos y vasos plásticos que van a parar a los basureros; yo aprovecho el agua al máximo y las empresas mineras gastan millones de litros de agua cada día; yo camino para evitar la contaminación que produce el consumo de petróleo, pero la BP ya se encargó de patrocinar el desastre más terrible en el Golfo de México. No hay palabras.

Esto me provocó ira, impotencia y resentimiento, pero me hizo descubrir que el ecologismo va más allá de reutilizar el envés de una hoja de papel. No es sólo un asunto de plantitas o de animalitos, es un asunto político. ¿Qué hacemos nosotros con reciclar el cartón de una Cajita Feliz ? ¿Qué ganamos con cerrar el tubo hasta retorcerlo si compramos pulseras de oro y plata? ¿Por qué nos desvivimos por respetar la Tierra si unos pocos la están exprimiendo por todos los demás?

Esto no quiere decir que ahora no nos va a importar el ambiente, para nada. Yo sigo reciclando, sigo economizando agua aunque me ven como una necia y sigo pensando que en cada acción mía hay una huella que no podré borrar. Pero no puedo entonces apoyar a quienes se encargan de destruir al mundo por mí. No puedo y no debo si es que el planeta me importa. Es un asunto de sentido común, de consecuencia.

Bien lo escribió Ana Istarú, estamos haciendo una gran fogata con la leña del barco en el que viajamos. Tiene razón, aunque ya el barco es de unos pocos, que son los que ponen en la fogata más leña que todos los demás.

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